Artículo de Luis Marin Sicilia
En junio de 1956, bajo el título de “Por la reconciliación nacional”, el Partido Comunista de España emitía por la clandestina Radio España Independiente un manifiesto en el que apelaba a una solución democrática y pacífica para España expresando que la experiencia nos enseña que “es necesario acabar con el fanatismo, el sectarismo y la intolerancia en la vida y costumbres políticas españolas”. En su último párrafo proclamaba que “el PCE apoyará a cualquier gobierno que dé pasos efectivos hacia la realización de una política de mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo, de paz, de independencia nacional y restablecimiento de las libertades democráticas”.
Tras la muerte de Franco, algunos supervivientes de la contienda civil y, sobre todo, los hijos de aquellos que padecimos la postguerra, nos empeñamos en hacer de España un país habitable, fuera de sectarismos y donde la convivencia de las distintas ideologías no fuera una heroicidad sino la práctica normal de una sociedad libre y democrática. La oposición al régimen franquista, los sectores reformistas del mismo y las fuerzas democráticas, culturales y liberales de la sociedad civil coincidieron en que
España era un lugar civilizado donde la discrepancia se resuelve con el diálogo y no con el garrotazo.
Algunos querían la ruptura sin ambages; el pueblo optó por la reforma, concurriendo cerca del 80 % del censo a votar la propuesta que abría las puertas a la democracia, al haber sido respaldado afirmativamente el referéndum convocado para dicha reforma por el 97,36 % del voto emitido. Fue el 15 de diciembre de 1976, y todas las fuerzas democráticas aceptaron el veredicto del pueblo español. Todas las opciones políticas que habían operado en la clandestinidad, así como las nuevas formaciones democristianas, liberales, centristas y socialdemócratas surgidas del postfranquismo se propusieron participar en las elecciones que habían de celebrarse a mediados de 1977, las que abrían el tiempo democrático después de cuarenta años de dictadura. La duda sobre la participación del Partido Comunista quedó despejada el llamado “Sábado Santo Rojo”. El Gobierno de Adolfo Suárez legalizaba a dicha formación política, el yugo y las flechas eran retirados de la fachada del edificio del Movimiento Nacional ubicado en el número 44 de la calle Alcalá de Madrid, el ministro de Marina Pita da Veiga dimitía y el Comité Central del PCE aceptó la monarquía y la bandera rojigualda por ser, en palabras de su secretario general Santiago Carrillo, “la de todos los españoles” asegurando que “defendería la unidad de la patria común”.
Desde entonces, solo unos pocos radicales, doctrinarios y sectarios se negaron a aceptar la voluntad popular y, con diferentes pretextos, emprendieron el camino de la extorsión, el secuestro, el crimen y el asesinato, hasta el extremo de que el grupo terrorista ETA provocó muchos más asesinatos y actos de terror en democracia que contra el franquismo. Un dato que debe avergonzar, si hubiera una mínima pizca de dignidad, a quienes, no solamente son hoy los socios de sus testaferros, sino que permiten alargar la investigación de pretendidos crímenes franquistas a los gobiernos de UCD de Suárez y al primero del PSOE de Felipe González.
Mientras la Transición es modelo en el mundo entero de cómo se accede de la dictadura a la democracia constituyendo una satisfacción para los demócratas, hay en España una nueva hornada empeñada en poner en cuestión una gesta de concordia, perdón y memoria difícilmente superable. Empeñados algunos en decir que la Transición fue tutelada por las fuerzas vivas del postfranquismo, olvidan interesadamente que el Gobierno centrista de Calvo Sotelo detuvo a los golpistas del 23 F, miembros del Ejército que decían controlaba la Transición, los cuales cumplieron sus penas íntegramente pese a las reiteradas peticiones de indultos. Ahora, por contra, este conglomerado de izquierdas, filoterroristas, separatistas y populistas que se aglutina alrededor del socialista Pedro Sánchez, no tiene empacho en indultar a golpistas y suprimir delitos contra la Constitución y la integridad de la España que preside.
Algunos que se han criado sin mayores problemas para el conocimiento que ampliara su cultura están empeñados ahora en llevarnos a su interpretación de la historia que ellos no vivieron ni por asomo. Guillermo Gortazar, que fue miembro de Bandera Roja y militante del PCE hasta noviembre de 1975 escribía en El Mundo, el 1 de diciembre de 2021, lo siguiente: “Los miembros y simpatizantes del PCE que nos opusimos a la dictadura de Franco con huelgas y manifestaciones, hasta su fallecimiento en la cama en 1975, asumimos los valores de la Transición, especialmente la idea de la reconciliación nacional”. Y Javier Pradera, hijo y nieto de asesinados por milicianos republicanos, pese a lo cual militó en el PCE hasta la expulsión de Claudin y Semprún, fue un defensor acérrimo de la reconciliación de los españoles y muy crítico con el revanchismo de la que, según él, llaman “erróneamente memoria histórica”.
El mismo Pradera declaró en una entrevista en TVE en 2010 algo que debe hacer meditar a quienes hacen de la memoria una bandera de resentimiento. Refiriéndose a los descendientes y observadores derrotados de la Guerra Civil dijo: “creo que deben reflexionar sobre esto; tienen que reflexionar sobre que no se recuperarán las vidas de los fusilados, los encarcelados no recuperarán los años de cárcel, ni los exiliados las oportunidades perdidas. Lo que ocurre es que en 1977 los encarcelados y exiliados dijeron: “¡ Si nos compensa ¡”. Esta es la paradoja. Los afectados firmaron la paz, los nietos se olvidan de la reconciliación que firmaron sus ascendientes.
La reconciliación entre los bandos de la Guerra Civil fue plenamente aceptada en 1978. Ahora, los nietos de los vencidos, los que no sufrieron la dictadura y en gran parte disfrutan hoy de la democracia que construimos en la Transición, que disfrutan del poder y gestionan presupuestos, parecen empeñados en volver atrás y resucitar las dos Españas, pensando que así arañan un puñado de votos. Es este un error supino en el que está empeñado el sanchismo que ha abducido a todo lo que está a su izquierda, con la esperanza de que esa amalgama, articulada con los enemigos de la unidad nacional, le dé los votos suficientes para mantener el poder, confiado en que la derecha entre al trapo de la confrontación.
Cuando se utilizan los nobles sentimientos con fines espurios suele producirse un efecto de rebote en quienes se sitúan en las antípodas de sus autores. Porque es legítimo y justo, absolutamente necesario, que todas las víctimas del franquismo tengan el reconocimiento que la dignidad humana merece. Las víctimas de las checas y otros excesos del sector que perdió la Guerra ya fueron sobradamente reconocidas en los largos años del régimen. No aceptar algo tan elemental es de gente que deshonra la calidad del ser humano. Pero, al socaire de una cuestión de estricta justicia, no puede ponerse en riesgo la paz social, convirtiendo la llamada memoria democrática en un reclamo que sirva para dividirnos, creando una tensión en beneficio propio.
Es lamentable que un partido como el comunista, que fue pionero en la búsqueda de elementos que facilitaran la reconciliación entre los españoles, esté cuestionando los fundamentos que hicieron posible la Constitución de la concordia. No es de extrañar que, desde el otro extremo, se le recuerde la condena que, sobre Memoria Histórica, practicó el Parlamento Europeo el 19 de septiembre de 2019. En dicha resolución la Cámara parlamentaria europea resaltó “la importancia que para la memoria histórica europea y para el futuro de Europa” tiene la repulsa a los totalitarismos de todo signo, condenando expresamente “a los regímenes nazi y comunista por los crímenes cometidos a lo largo del siglo XX, instando a los Estados miembros a hacer frente a las organizaciones que difunden discursos de incitación al odio y a la violencia”.
Me cuesta mucho aceptar lo que El País, periódico poco sospechoso de conservadurismo, decía en su editorial del 10 de abril de 1977, en plena efervescencia del proceso hacia la Transición democrática. Según el rotativo de izquierdas “se acababa la rentabilidad que el PCE le sacaba a la clandestinidad. Su postura democrática era meramente táctica”. Como modesto actor de aquel proceso hacia la democracia debo decir que el comportamiento de los comunistas fue ejemplarmente democrático en un largo periodo de la acción política. Hoy, con ese revisionismo en el que ha buscado compañeros de viaje poco recomendables, no puedo decir lo mismo. Y bien sabe Dios que me gustaría equivocarme. Entre otras cosas porque, cuando un leviatán se desata por un extremo surge otro monstruo antitético en el extremo opuesto. Si a todo ello se añade la obsesión de Sánchez de rodearse de otros elementos disolventes, hay que tener la serenidad de no caer en la trampa del frentismo y denunciar, con moderación pero con firmeza, todos los excesos que pongan en riesgo la convivencia pacífica del pueblo español. Los hijos de la guerra supimos hacerlo. La Transición se propuso no hacer de la Guerra Civil un arma política. Ahora algunos nietos de la guerra se rebelan contra nuestra gesta, quizá porque se han criado sin problemas y hoy están empeñados, desde el poder y las instituciones, en generarlos.